Tengo la suerte de tener amigos que ocasionalmente me
regalan sus libros. Regalar un libro propio es algo que ni siquiera se me
ocurre, como dar una parte de un mismo, regalar un brazo. Comprar libros para
regalar, por supuesto, pero sacar uno de la biblioteca para dárselo a alguien
más es un acto doloroso para mí. Pero eso es algo para discutir en otra
ocasión.
Esta vez, he tenido la suerte de leer una de las tantas
noveletas de Ray Bradbury que no conocía siquiera de nombre. “El Árbol de las
Brujas” es una historia al estilo de aquellas películas de hace décadas atrás,
que han tenido cierta culpa en romantizar la infancia norteamericana. Las películas
sobre grupos de niños teniendo aventuras, sin interferencia de adultos más que
como figuras de autoridad, que nunca pueden entender realmente lo que rodea el
mundo de los niños, generaron una cierta fantasía de una infancia de verano, en
Coney Island, de aventuras, con compañeros de tu equipo de baseball, comiendo
algodón de azúcar y andando en montañas rusas. Tal vez el exponente más
reciente de este género ha sido Super 8, de J. J. Abrahams. Durante al menos la
mitad de la película, volví a sentir aquellos sentimientos de cuando uno es
niño, y siente que entiende algo que los adultos ni siquiera pueden ver.