Tengo la suerte de tener amigos que ocasionalmente me
regalan sus libros. Regalar un libro propio es algo que ni siquiera se me
ocurre, como dar una parte de un mismo, regalar un brazo. Comprar libros para
regalar, por supuesto, pero sacar uno de la biblioteca para dárselo a alguien
más es un acto doloroso para mí. Pero eso es algo para discutir en otra
ocasión.
Esta vez, he tenido la suerte de leer una de las tantas
noveletas de Ray Bradbury que no conocía siquiera de nombre. “El Árbol de las
Brujas” es una historia al estilo de aquellas películas de hace décadas atrás,
que han tenido cierta culpa en romantizar la infancia norteamericana. Las películas
sobre grupos de niños teniendo aventuras, sin interferencia de adultos más que
como figuras de autoridad, que nunca pueden entender realmente lo que rodea el
mundo de los niños, generaron una cierta fantasía de una infancia de verano, en
Coney Island, de aventuras, con compañeros de tu equipo de baseball, comiendo
algodón de azúcar y andando en montañas rusas. Tal vez el exponente más
reciente de este género ha sido Super 8, de J. J. Abrahams. Durante al menos la
mitad de la película, volví a sentir aquellos sentimientos de cuando uno es
niño, y siente que entiende algo que los adultos ni siquiera pueden ver.
Ray Bradbury siempre tuvo cierta magia en su manera de
escribir. Más allá de su mérito como narrador de historias, Bradbury pinta
mundos, y logra hacerlo con solo unas páginas. Sobre todo, logra comunicarle
estos mundos al lector y hacerles entrar en ellos, y experimentar las
sensaciones, los olores, los miedos de sus mismos personajes. “El Árbol de las
Brujas” es una historia sobre la noche de brujas, del día de los muertos, de todas
las noches de brujas de todas las épocas, en la que los muertos viven, y los
dioses antiguos vuelven a tener el poder que tenían antes. También es un libro
sobre la muerte y nuestro temor hacia ella, como si fuese algo tan lejano y
absurdo.
La noche otoñal de la novela es tal cual como siempre me la
imaginé: naranja, fresca, en un viejo suburbio de alguna de las masivas
metrópolis estadounidenses, con idénticas casas y familias amigas. Viviendo en
un país distinto a los Estados Unidos, realmente no podemos entender o sentir
la experiencia verdadera de “Halloween” o “La noche de brujas”, al menos, no
como la conocemos hoy, sin su esencia pagana, sino como un festejo más en una
máquina comercial. Aun así, siempre se ve como algo divertido en cualquier
medio que llegue a nuestras costas.
Los niños que protagonizan “El Árbol” se ven metidos en la
aventura de sus vidas, una noche que jamás olvidarán, y que tal vez, algunos lectores
tampoco lo haremos. En sus andanzas por el pueblo, buscando caramelos con el
famoso reto de “prenda o premio”, como dice la traducción española, se
encuentran con la casa más adecuada a una noche de terrores: alta, oscura,
afilada en sus facciones, sobre una colina en el medio de un bosque, con un
enorme árbol decorado con centenares de calabazas encendidas, sonrientes. Su
residente, Mortajosario, será su anfitrión por la noche, un ser también oscuro,
misterioso, alto, un monumento para un grupo de niños curiosos. Uno de sus
amigos desaparece, y deberán buscarlo con la ayuda de Mortajosario en un viaje
a través del tiempo y del espacio.
Se dice que un libro siempre
cuenta dos historias, creo que esta genial idea le pertenece a Borges. Una de
estas historias es el viaje de los niños, su búsqueda épica a través de
diferentes épocas y lugares, siempre tratando de recuperar a su amigo que parece
escabullirse hacia las manos del destino. La otra historia es la historia de
esos lugares, o en esencia, la historia de un solo “lugar”: el día de los
muertos, la noche de brujas, todos los festivales que rememoran a los muertos,
a las criaturas de la noche y los magos que las invocaban, y los hombres que
les temían.
Bradbury recorre cuatro épocas
particulares de la historia humana, recorre también su mitología. Y aunque “El
Arbol de las Brujas” es un libro corto, un libro que podría ser un libro para
chicos, una tonalidad oscura recorre todo su contenido. Las cacerías de brujas
de la inquisición, los rituales de
momificación de los egipcios, las gárgolas del Notre Dame, todo es una especie
de ABC para el iniciado en el ocultismo y la mitología. La muerte también es la
esencia de todos aquellos lugares, y el recorrido de los niños por estos
lugares también exige una especie de maduración prematura por parte de ellos,
un acuerdo con la idea de la muerte.
La grandeza de Bradbury recide en parte en esta habilidad que tiene para combinar lo fantástico y lo real, algo que ha hecho de manera excepcional en su ciencia ficción. Cuenta dos historias que se entrecruzan perfectamente, que resumiré de manera tal vez acertada, con una de las reflexiones del pequeño Tom Skelton:
Oh, señor Mortajosario, ¿dejaremos de tenerles miedo alguna vez a la noche y a la muerte?
Oh, señor Mortajosario, ¿dejaremos de tenerles miedo alguna vez a la noche y a la muerte?
Yo espero que no.
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