martes, 1 de abril de 2014

Anna Karenina, o como Keira Knightley no me cierra



La mundialmente famosa historia de Lev Tolstoi ha tenido numerosas adaptaciones al cine; casi tantas como su contraparte francesa, Madame Bovary. Ambas historias tratan sobre mujeres caídas en desgracia, por pasión, en el caso de Anna, o  por el simple hedonismo de Emma. Y tal vez, acorde a sus acciones, ambas vidas también terminan en la desgracia.

La grandeza de estas obras es algo para discutir en otro momento, pero tanto Flaubert como Tolstoi han logrado crear dos historias que no solo apasionan por sus mujeres y sus vidas, sino que también logran crear una fascinante representación de la sociedad de sus tiempos. Emma o Anna podrán ser protagonistas, pero las ciudades, el país, la nobleza y el campo lo son en igual o mayor medida. La versión de Joe Wright y Tom Stoppard es hermosa, y es una gran película a su manera, pero falla en dos cosas importantes.




Admiro mucho el trabajo y la decisión estética de Joe Wright. La novedad de esta versión de Anna Karenina, aparte de un elenco de actores estelar, consiste en su presentación como una obra teatral, que combina de manera maestral las características conocidas del medio: los cambios rápidos de escenografía, el movimiento de los actores mientras que su entorno cambia en tiempo real a su alrededor, y todo es potenciado por las cámaras, y la edición. Las escenas fluyen de manera natural para el espectador, y los detalles propios de una producción de alto calibre se combinan con los adornos más “rústicos” del teatro. La dirección de Joe Wright durante estas escenas es un verdadero placer para la vista, y causa un cierto extrañamiento inesperado.

En una de las escenas más bellas de la película, Constantin, desenamorado por el rechazo de Kitty, abre las puertas del palacio para ser rodeado por la nieve y los árboles oscuros de las llanuras rusas invernales. Agradezco la existencia del cine por escenas como esta. 

Lamentablemente, la obra teatral no se mantiene tanto como me hubiera gustado. Cerca de la mitad de la película, la dirección lentamente, de manera casi imperceptible, empieza a volverse más “normal”, y el escenario teatral es reemplazado por conocidos planos propios del cine. La elección de los lugares a filmar es excelente, y tanto San Petersburgo, Moscú y la hacienda de Constantín son mostrados en todo su esplendor, pero es casi como si hubo un cambio en Joe Wright, y decidiera cambiar lo teatral, tan prevalente en la primera mitad, por una dirección más normal, aunque interesante.

Esta inconsistencia también se transmite hacia el elenco. Ahora, Keira Knightley puede ser una gran actriz, e indudablemente es una mujer hermosa. Lo que no logro entender es por qué insiste en participar en películas sobre la nobleza victoriana. Anna es una mujer madura, que cumplió con las expectativas de una mujer de sociedad de la época; está casada con un funcionario importante, tiene un hijo y participa en las obligaciones propias de la nobleza: la asistencia a los bailes y la charlatanería vacía. Sobre todo, es virtuosa, cree en la santidad del matrimonio y en las buenas costumbres que les eran exigidas.

Keira Knightley lo intenta, y es hasta convincente. Ama a su hijo, y aunque tal vez su marido, interpretado de manera excelente por Jude Law, no le brinde el amor que necesita, lo aprecia y respeta. Sabe que su romance con Vronsky la precipita a tristezas innumerables, pero hay un dejo de esperanza en ella, en que tal vez todo saldrá bien, aunque el destino una vez tras otra le demuestra lo contrario. El problema es que Keira Knightley simplemente no “entra” en el contexto histórico que se la coloca; no es la altiva mujer de un noble ruso, y es más una muchacha coqueta del siglo XXI que intenta adaptarse a esta nueva época hacia la cual fue arrancada. Lo intenta, si, se esfuerza, pero es tan artificial que hasta duele verlo. Hacia los finales de la película únicamente estaba aguardando su suicidio, y prestaba mucha más atención hacia los demás personajes, tanto más interesantes, y mejor actuados que ella.

Su romance con Vronsky parece incluso forzado; más allá de ser un caballero interesante, algo oscuro y seductor, es más un acosador que solo dirige miradas insinuantes a las mujeres de su interés. La atracción de Anna hacia él es poco convincente, porque no se desarrolla: es amor a primera vista, pero solo eso. Más que personas completas enamoradas, son lindos maniquíes: da placer verlos, pero no tanto conocerlos. La mirada se dirige rápidamente hacia los demás personajes, infinitamente más interesantes. El Oblonsky de Matthew Macfadyen es vigoroso, divertido, controversial pero logra crear un balance entre la melancolía general de la historia. Domhnall Gleeson es un excelente Levin, perdidamente enamorado de Kitty, preocupado por sus súbditos e igualmente enamorado del campo, siempre incómodo en la ciudad.

La historia contada por Tolstoi es una historia legendaria, que más de un siglo después de su publicación sigue maravillando a cualquiera que la experimente, y es capaz de llevar a rastras cualquier producción que intente adaptarla. Anna Karenina de Wright es una película que merece ser vista, aunque sea por su dirección, sus innovadoras escenas y la simple belleza de esta Rusia ficticia; pero no logra hacerle la justicia que le debe a la verdadera Anna de Tolstoi.

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